Antaño trataba de entender la diferencia entre filosofía y sabiduría
y, fue Platón donde comprendí la diferencia. La filosofía se detiene en
el pensar, mientras que la sabiduría en la locura (ese lenguaje extraño
del éxtasis platónico que la engarzaba a la manía con un estado de
ensoñación). Detenerse en el pensar implica pensar ese pensar. La
experiencia del pensar siempre implica un pensar hacia algo, por lo
tanto, implica una intención, una dirección, entonces decimos pensamos
hacia un objeto. Ese saber de un objeto es lo que denominamos
pensamiento. Podríamos decir que lo propio del pensamiento es saber; Sin
embargo sabemos que el pensamiento son formas mentales, las ideas, las
creencias, las esperanzas, las filosofías de la vida no son otra cosa
que ensamblajes del pensamiento. Lo que el pensamiento se apropia es la
representación del objeto, haciendo sólo significativo su propio pensar.
En este nivel de existencia nos movemos continuamente, hacemos
significativo nuestro pensar porque representa nuestra propia capacidad
de saber de un mundo que está allí afuera de mí representado en mí. Es
como si la realidad fuera el original de una foto y el pensamiento una
copia o el negativo de esa foto. Pero ¿qué pasa con lo que denominamos
conciencia? Hay que diferenciar entre lo que denominamos mente y lo que
es la conciencia, en el primer caso la mente sería algo así como el foco
y la conciencia como la luz que ilumina ese foco. La mente está
compuesta por pensamientos y emociones sobre una realidad fenoménica, la
conciencia es la capacidad de reflexionar, que no se afirma en relación
al objeto del pensar, ni a la certeza de la verdad o del error, sino a
su propia existencia o ser. Conciencia de sí, es la condición ilimitada e
informe del ser humano para poder iluminar su propia trascendencia;
cuando nos ponemos a pensar en nuestros pensamientos miramos brotar
caóticamente una inmensa gama de ideas, imágenes, conceptos,
trivialidades que emergen de nuestra relación con el mundo y que hacen
de nuestra mente una hiperactiva máquina que no descansa, lugar donde se
construyen las falacias del mundo cuando muestra capacidad interna está
alejada de esa iluminación de la conciencia. Entonces la invitación es a
pensar hacia sí mismo, incorporando la conciencia para iluminar
nuestros hábitos cotidianos y trascenderlos por caminos mucho más
importantes. En la irrupción de sí mismo está la capacidad de abrirse al
otro. El par “yo mismo” – el “otro”, encuentro interno donde me
descubro a sí mismo y descubro al otro, no están sujetados al pensar ni
reducidos a él. En el corazón donde puedo irrumpir para poder iluminar
mi propio camino a través de la conciencia abro éticamente la
posibilidad de un encuentro con el otro, mi próximo que me hará
vincularme en el compromiso y solidaridad versus individualismo-
egoísmo. En la vida actual nuestro punto de partida es educar en una
praxis (es decir, en una práctica transformadora) donde haya un punto de
encuentro entre el sí mismo y el otro. Esta relación emanciparía las
relaciones de poder entre unos y otros y abriría campo a la solidaridad
humana en todos los niveles de la vida. Es una conjunción con rostro
humano y no con rostro de objeto en relación a una competencia. Pensar
al otro como objeto ya lleva implícito dos cosas, una relación de poder y
una relación de saberse en posición de control. Una filosofía del
pensar quizá debería iluminar las aguas profundas del ser humano para
descubrirse como tal y cuya trascendencia está más allá de la simple
relación de un saberse aquí posicionado por el poder; lo que acaba con
ese saberse, es el dolor, pues he allí el punto de quiebre del ego. La
conciencia es nuestra puerta a iluminar ese empoderamiento del pensar y
la única capaz de elevar al hombre hacia una dirección que transforme
este mundo, tan convulsionado por el poder.
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